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Color Astorga
por Juan Carlos Villacorta
Creo que una de las notas diferenciales que conforman la personalidad de Astorga es su color ferruginoso de greda oxidada.
En el pequeño charco que formba la fuente mineral, el agua que allí se remansaba tenía el mismo color del rostro de Astorga y cuando iba en bicicleta, en alas del aire, del cemeterio a la Forti, la sucesión cromática en la acorde monotonía y su vibración superpuesta eran del mismo color.
Acaso el nombre de Astorga me sabe a hierba y mi memoria de Astorga es como un herbolario, y su sabor es el del pimentón (doña Irene en La Peseta lo usa como lo usaba mi madre) y con patatas con pimiento alimenté la vivacidad de mi fantasía y con ellas aprendí acaso esa tímida astucia de los arrieros y su sentido de la economía de lo superfluo de la que tantas anécdotas conserva doña Irene en el baúl de sus recuerdos; pero su color es el de la arcilla oxidada.
Me parece volver a ver el rosetón gótico de la Catedral como la rueda de un carromato de la Maragatería fatigado por la lluvia o una rueda del charango golpeada por los kilómetros cereales y las inclemencias del sol y de las nieves. La piedra en el estanque de la casa de Panero tenía el mismo color ferruginoso que la verja y asomado a ella mis dedos que se agarraron a sus barrotes conservan trodavía esa huella de otoño como el roce de sus camapans.
Ese color le comunica a Astorga una pátina de antigüedad no marchita y lo que Astorga tiene de ciudad encanatada le viene de su color, puesto que el color supervive. Acaso sea lo único que ha supervivido en Astorga a la destrucción del tiempo. Todo lo demás es memoria, y el resto, silencio, pero ese óxido obsesivo esta ahí, tangible. Es una realidad. Podemos rozarlo.
La Astorga esencial se ha quedado de ese color. Como si se hubiera ido despojando de todas sus entonaciones accesorias permaneciendo en su desnudez orgánica mineral del color del adobe que fue en vasto silencio del principio, cuando el Teleno no era un paisaje sino una divinidad.
Pues bien, tengo para mí que ese color de Astorga, color Astorga, habría que catalogarlo, y los pintores lo usarían como el Siena, una textura en la que se entrecruzan como filamentos agilísimos sentidos múltiples.
Es el color del silencio, pero también el color de su lenguaje. Pienso, por ejemplo, que lo que en Astorga se llama la jera (mi madre se pasaba las horas muertas haciendo la jera de nuestra numerosa familia) tenía ese mismo color. La jera era del color de la badilla del brasero. No era el resplandor de los tizones de encina ardiendo, ni la ceniza que, en la alta noche, prolongaba el sol de la tarde, sino la badilla que cuidaba del fuego y removía la llama. Sin la badilla no hubiera habido brasero como sin la jera no hubiera habido ni familia.
Pues bien, ¡cuánta austeridad en el color Astorga, y cuanta delicadeza!
Para pintar mi niñez usaría de este color porque no es oro todo lo que reluce, y al pintar mi niñez de ese color estaría pintando Astorga.
Astorga es como una mica oxidada por miles de crepúsculos, opaca en su superficie y traslúcida en el fondo, como una lágrima cristalizada por dos mil años de soledad.
Juan Carlos Villacorta