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La casa del Cónsul y la botica de Primo Núñez, en la Plaza Mayor
por Manuel Garvasi Sierra
Del álbum fotográfico de mi cerebro, vamos a sacar hoy la estampa de la Plaza de España en 1912. La Plaza tenía más simetría que actualmente, pues entre los edificios que la circundaban, aunque viejos, había más uniformidad. Ya destacaba, rompiéndola, una edificación hecha entonces, la que da esquina a la calle del Sr. Ovalle, actualmente MercerÍa El Paraíso, que destrozó por completo el estilo clásico de todas las Plazas castellanas y que la hicieron con techos altísimos y unas columnas de piedra ciclópeas, en nada semejantes al resto y que en el marco de la Plaza resultaba un verdadero pegote. El autor del desaguisado creo que fue un catalán, que andaba por estas tierras.
Los soportales eran todos idénticos, con gruesos postes de madera redondos y de un diámetro de 30 centímetros, macizos y resistentes. Entre las fachadas había dos que se diferenciaban, porque en vez de tener balconadas a estilo corredor, con balaustradas de hierro, tenían galerías acristaladas. Una era la casa del Cónsul de la Argentina y la otra la Botica de don Primo Núñez.
Hacia el año 1917, creo que fue, don Santiago Blanco, derriba una casa de las dos que poseía, y construye una nueva con techos más altos en los soportales, y sustituye los postes de madera por pilastras de granito, despegándose por completo de la estructura general. Casi al mismo tiempo o poco después, don Antonio García del Otero, derriba el caserón anejo de Almacenes de Panero y levanta otra y, siendo las dos gemelas. Si se hubiera seguido su estilo (que era el peculiar del maestro constructor don Pascual Majo), la Plaza habría llegado con el tiempo a ser aceptable, simétrica e igual, pero pasando unos años, un incendio en el Comercio de don Enrique García, quemó dos casas cerca del Ayuntamiento y al cabo de cierto tiempo se levantaron nuevas, con postes de piedra y las fachadas diferentes del resto, erguiéndolos la del Comercio de Novo y la del Hoyo.
LA PLAZA EN 1912
Como decíamos, en 1912 la Plaza estaba empedrada y tenía en el centro una gruesa columna de granito modelada que sostenía cuatro farolas juntas. Estaba solitaria y tranquila, con los vigías de las panaderas con sus puestos en los soportales. Esa era la Plaza Mayor de mi infancia.
Ignorando la existencia de otras plazas, ¡qué bonita era nuestra plaza!. No había visto la de Salamanca, ni la de Madrid, ni la de María Pita, de La Coruña, ni siquiera la de León que tiene una bella plaza también (sin embargo, su Palacio municipal, muy semejante al de Ponferrada en su estilo, no alcanza en majestuoso, artístico y original, al nuestro, con el aditamento de los Maragatos en el reloj).
Después me he fijado que el contorno de nuestra plaza, que está bajo el patrón clásico de las demás, cuadrada con soportales y semejantes en altura y aditamentos en las fachadas todos los edificios, con balconadas largas de hierro, era feo y cochambroso, pues debió de edificarse en época mísera, pues sus materiales son pobres, y sus edificaciones viejas carecen de ornamentos en sus fachadas y de suntuosidad en los interiores. Al renovarlos algunos, hubo una gran anarquía y no se guardó simetría alguna como se señaló anteriormente.
Los que la conocimos hace más de sesenta años, reconocemos que a la pobre le quitaron los mocos, la peinaron y la lavaron la cara, aseándola y poniéndola limpia.
La primera reforma fue el Cantón, la gran acera delante de Zenitram, donde se congregaba toda la mocedad, para pasear, la distracción favorita de los primeros años del siglo. Dando vueltas a la noria allí se flirteaba, diciéndose muchas palabras cándidas y tontas, y muchos ruborizamientos; pues el contacto de varón y hembra en público, no llegaba ni a rozarse la yema de los dedos, ahora que eso no importaba que hubiera algún desahogo con empujones brutales, que rodaran ambos por el suelo, obra de algún salvaje, que en ocasiones lo eran todos. La gente mayor paseaba por los soportales.
LA CARRETERA
Después hicieron la carretera, que pasaba por las dos Plazas, atravesándolas, dejando a la Sra. Serafina, con el mostrador de la venta de pan de la Tahona de Panero, en el soportal de la farmacia de Primo como un púlpito, y también en la plaza de Santocildes el quiosco de las Almadreñas de Cuervo y el de frutas de María la Trabucaire. Entonces la mocedad ya había aumentado y se pasó a la gran pista que era desde la Casa del Cangrejero (donde están los Calzados Tino), hasta la ferretería de Santiago Gómez, en la esquina de la calle de Lorenzo Segura. Allí ya había expansión excepto cuando se pasaba el esquinazo de Cornejo, donde nos aprestábamos con gran gozo en aquellas apreturas, buscando estar cerca de la mujer deseada.
Anteriormente, aunque no tenían mérito ninguno los edificios, el conjunto en parte armónico, respondía a la época, con su tranquilidad, deambulando el público por los soportales y el cantón, dejando desierto, intacto, el centro de la plaza, con un respeto sagrado a ese suelo, que no se podía pisar más que en las grandes manifestaciones de dolor o de alegría, como Carnavales, Semana Santa o en las Fiestas de Agosto. También las habían hollado las huestes napoleónicas, con su soberbia invasora pero muy cerca ahora tenemos el monumento de Santocildes, que nos recuerda que tuvieron que tocar suelo y morder el polvo de la derrota.
Pero como no hay nada que eternamente dure, la carretera atravesada rompió el encanto y el hechizo del silencio monástico del centro, pues irrumpió el público con su bullicio y chabacanería no respetandolo y profanando el lugar.
La larga cinta era con su suelo firme y liso, sin barro ni cantos, un sustituto admirable del jardín, en invierno y abrigado; que alargaba todo el año la distracción más preciada de aquellos tiempos en que las tabernas (antecesores de los bares) eran consideradas antros de perdición, y los cafés eran reserva masculina, no atreviéndose ninguna fémina a atravesar sus puertas. Únicamente en las fiestas de los barrios, pandillas jóvenes de ambos sexos, solían tomar la leche helada, frecuentándolos alborozadamente.
Las grandes balconadas eran codiciadas en las grandes festividades, y un puesto en ellas los chavales lo envidiábamos y subíamos a la farola central, disputando el puesto a puñetazos, pero la que era admirada, era la Casa del Cónsul de la Argentina, con su fachada acristalada, permitiendo la contemplación del espectáculo, libre del viento, frío o lluvia en su galería. Y aquella bandera, casi siempre enarbolada, que desafiaba en tamaño y limpieza a nuestra enseña nacional tan cercana. ¡Cuántas veces nos quedábamos embobados, viendo pasear a don Santiago Alonso Criado, dentro de los cristales a lo largo de la fachada! Alto y fuerte, como un señor feudal, en su castillo, miraba dominador a sus siervos en el espacio amplio de la Plaza. Un hermano de este señor tuvo altos cargos en la Argentina y en cierta ocasión arregló la fachada del Ayuntamiento poniendo unos Maragatos nuevos en el reloj y otras mejoras, por lo que el Ayuntamiento le dedicó su nombre a la Alameda Alonso Criado, lo que es hoy parque infantil.
En la planta baja estaba el comercio de hierros y coloniales de don Domiciano Prieto Carbajosa, que emigrando a América, aquí dejó viuda y unas cuantas hijas que vinieron a integrar la vida del Cónsul, que no tenía familia y era tío de ellas, creo que político. La ausencia del padre debió de ser hacia el año 1916 y la mayor tendría 18 años, llamada Gervasia, siendo menores el resto. Todas ellas, salvo una delgada, nerviosa y morena, eran robustas, carnosas, sin exageración, frescas, de pelo negro y blancas y sonrosadas en la tez y bastante agraciadas. Posteriormente un indiano, amigo del Cónsul don Mateo Pozos, se casó con la mayor y construyendo una casa en la Plaza de la Libertad, se estableció como comercio de ferretería. Las demás, simpáticas y con muchas amistades en Astorga se fueron casando y desaparecieron de la ciudad.
LA BOTICA DE PRIMO NÚÑEZ
La Casa del Cónsul y la Botica de Primo Núñez, con sus estanterías simétricas, llenas de tarros, su escaparate, con una bola y un sol refulgente y su estancia construida de madera noble y oscura, eran las máximas atracciones del sitio. El señor Pascual Suárez era el dependiente y tenía más consultas que cualquier médico, y sus consejos eran escuchados pues demostró tener muchos conocimientos medicinales y tenía un trato serio, afable y agradable. Han pasado casi 70 años y los dos edificios aún subsisten, pero los miramos distintamente, con una mezcla de compasión, ante su situación agonizante, sin validez para la generación actual.
El tiempo corre que vuela y el asfaltado de toda ella llegó por fin y ya se podía atravesar sin tropezar, pero entonces llegó la fiera corrupia del automóvil, que con verdadera saña empezó a perseguir al peatón, disolviendo los paseos y desarticulando toda reunión al aire libre, como las alegres tertulias de la vecindad, a las puertas de sus casas, en las noches frescas del verano. La calle es enteramente de ellos y esos monstruos no dejan títere con cabeza, peor que los guardias antidisturbios que dan porrazos a todas las personas que encuentran cuando se desmandan. Los autos no respetan tampoco a nadie y si Cristo viniera al mundo no sería crucificado, sino atropellado.
La juventud perseguida se reunía en las tabernas, que se transformaron en bares, y como el pan con pan es comida de bobos, los chicos llevaron a las chicas también y allí a cubierto, las acostumbraron a beber y a fumar y ya en tan gran confianza, surgieron industriales aprovechados que crearon las discotecas para que estuvieran encerraditos todo el tiempo posible cómodamente, sin el temor de ser aplastados por la calle.
Hoy asfaltada la Plaza Mayor, existen dos remansos, aunque cortos, para los amantes del paseo: el cantón y la plataforma central, la cual por la noche está a oscuras (no se sabe si a instancias de la juventud los munícipes la dejaron en sombras quizás para practicar los ejercicios acostumbrados en las discotecas, al aire libre) lo cierto es que el centro está incomprensiblemente en sombras y no se ve ni la esfera del reloj sin iluminación y casi así resulta que el Ayuntamiento semeja y surge como un fantasma en la noche y a los viejos nos recuerda por contraste la iluminación fascinante que en ciertas fiestas nos regaló don Miguel Luengo, cuando fue alcalde, pues siendo él festivo, decía que era el dinero mejor empleado, pues se sembraba la alegría y el optimismo entre sus ciudadanos, desechando el color negro de la oscuridad, que inspira miedo y temor, que parece ser el preferido de los actuales concejales.
LOS PERSONAJES DE LA PLAZA
Han pasado muchos años y los transeúntes han cambiado. Ya no veo a don Ángel San Román, serio y barbudo paseando solitariamente por los soportales; ni tampoco a don Paulino Monteserín, interventor, llamado el cerebro del municipio; ni a don Tiburcio Arguello Álvarez, secretario, cuya familia desapareció totalmente la ciudad; ni a don Isidro Blanco, jefe de Negociado, y procurador; ni a don Emilio Sabugo, que era el depositario de los fondos municipales; ni a don Guillermo Sánchez Irure, el secretario del Juzgado municipal que estaba instalado en la parte trasera del Ayuntamiento que tenía una sombrería donde está ahora La Modernista, y que era un hombre pequeño y lisiado, pero de gran inteligencia, sarcástico y mordaz, todos ellos desaparecidos.
Pero es más, ni los sucesores de los citados existen tampoco, don José Aragón, Interventor; don José Díez Novo, Secretario; don Obdulio Gutiérrez, Jefe de Negociado; y don Fernando Vega Delás, que sucedieron a los anteriores y desempeñaron el cargo muchos más de treinta años y cuyos puestos los ocupa una tercera generación, pero el Ayuntamiento está ahí, en la misma Plaza, cambiado algo el decorado y si en la puerta añoramos la figura altísima de don Natalio el portero, abuelo de muchos Manriques astorganos, vemos en su lugar la figura elevada del guardia señor Díguele y el suelo de ella la pisan los descendientes de los citados, y cuando a veces oímos las castañuelas, en las fiestas agosteñas, fugazmente quiere pasar una escena antañona, que se vaporiza rápidamente.
Pero lo que hace que se renueve constantemente son los Maragatos que renovados y vistos por mí ya tres veces, son las mismas figuras que impasibles y constantes, siguen dando las horas y contempladas por forasteros, que con la caja de mantecadas debajo del brazo, abren los ojos, sorprendidos como sus abuelos o tatarabuelos, los abrían también en la empedrada plaza de antaño.
La fotocopia ya no corresponde a la realidad. También pasó a la historia, pues no veo a don Santiago Alonso Criado, ni pasea por la galería acristalada, desapareciendo con el Consulado, pues ya no está la bandera argentina ondeando al viento con su franja blanca en el centro de dos azules, hermanada con la nuestra, tan cerquita en el Ayuntamiento.
Desaparecieron los escaparates de Panero, donde se exhibían los telegramas de los periódicos y también sus simpáticos visitantes, pero la casa está ahí, y también la de don Joaquín Gavela, y la de las cupletistas, del café de Daniel, convertida hoy en la sucursal de la Fábrica, y la Botica de Primo Núñez, pero sin don Primo y sin don Pascual, pero con caras nuevas en el mostrador, sus hijos.
Como se ve, aún conserva reliquias importantes de aquellos pobladores de primeros de siglo y que hizo humedecer los ojos a mi amigo Salustiano el indiano, cuando a su vuelta rememoramos los años felices de nuestras correrías de la infancia.
Gervasi
Publicado en El Pensamiento Astorgano originalmente en 1.978 y reeditado en 1.997