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César Vallejo y Astorga
por Lorenzo López Sancho
César Vallejo y Astorga
Un día apareció César Vallejo en el jardín de Astorga, que por entonces todavía tenía su ingenua fuente moruna y su mínimo estanque de rocalla en la glorieta. Era verano, creo que era verano, y lo traían en medio, como si fueran las varas de un palio de veneración, Juan y Leopoldo Panero, ya no puedo asegurar si Gabriel García Espina y Ricardo Gullón. Los verdes, viejos, copudos árboles de la glorieta ponían su dosel sobre el grupo.
A lo lejos, una fila de graciosos olvidos, escribiría por aquellos años Leopoldo. Y hoy, ahora me digo: ¿Graciosos olvidos cuando todo eso que hemos ido olvidando es como si el aroma de canela de la juventud se hubiera perdido en el aire? Me parece que ya había venido la República y que andábamos todos los jóvenes como un poco ebrios de esperanzas y de poesía. Leíamos ávidamente el Poema del cante jondo, de García Lorca, y ya no puedo decir si lo que Ricado Gullón nos leía en el reservado del Café Moderno, ocupado por parejas de novios a otras horas, traduciéndolo directa y apasionadamente del francés, era algo de Proust o de André Gide.
Andábamos todos los jóvenes de España que estaban enamorados de libertad y literatura buscando, tanteando, husmeando como gozquecillos, tratando de condensarnos en algo más preciso que en aquella onda de la materia pura en la que inmerso te hallas, de Aleixandre, inquiriendo en Cernuda, en Salinas, en Domenchina recogidos, antologizados por Gerardo Diego, la sustancia de lo que había de ser la poesía nueva, la nuestra, la de nuestro tiempo nuevo.
César Vallejo, iba en el centro del grupo al que me acerqué -yo era más joven y principiante- tímidamente. Hablaba poco. Su acento era, o me lo pareció, leve y nos traía aromas exóticos, ideas que temblaban en nosotros, como cristales golpeados por la brisa. ¿De dónde, por qué camino había venido,/ soplo de ceniza caliente/ indio manso?, se preguntaba más tarde Leopoldo en un poema. ¿Cómo no iba a saberlo Leopoldo Panero si él y su hermano Juan lo habían traído a Astorga y antes de llevarlo a su casa le habían mostrado la mole rosa de la catedral? Ven a la catedral, alma de soledad, temblando
Creo, me parece, que por entonces Leopoldo no tenía fe. Que por entonces yo tampoco tenía fe. Que quien manifestaba su fe profunda -toda su vida la ha manifestado-, era Luis Alonso Luengo, el entonces poeta más maduro de todos, el más lejano tal vez a César Vallejo, que aquella mañana luminosa de Astorga rompía con su palabra nuestros cauces espirituales ya resquebrajados, del mismo modo que las raíces de los chopos, ávidas de humedad, penetran y rompen los cauces, las tuberías ocultas por donde discurre el agua.
Nunca volví a ver al poeta peruano. Apenas salíamos de los tiempos de primeros versos en Humo en aquella revista Humano, que hacía el inspector Linacero en León, y ya estaba allí, viniéndosenos encima el estruendo de la dinamita, el horror de San Marcos y la inevitable separación, largamente provisional, en vencedores y vencidos. César nos ofreció en aquel jardín una comunión de poesía y amor. César, Juan, Leopoldo, Gabriel se han reunido ya. Los demás, esperamos.
Lorenzo López Sancho
Publicado en ABC y reproducido en El Pensamiento Astorgano