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Entrar en Astorga
por César Aller
He vuelto a Astorga después de varios años y he tenido la sensación de entrar de nuevo en la ciudad, con todo lo que de aprecio y descubrimiento esto supone. En la noche del jueves, salí a pasear por sus calles con Eugenio de Nora y sus dos hijos. Nos dimos cuenta enseguida del aire fino que tiene, no como ese un tanto espeso que caracteriza al de Madrid, y esto que puede parecer una anotación de escasa importancia no lo es, porque en el aire vivimos, nos movemos y existimos, aunque pisemos en tierra firme, tierra en este caso de una ciudad de más de dos mil años. Al volver de aquel paseo, caía una lluvia fina que yo agradecí como un pequeño baño del cielo astorgano.
En la tarde del viernes, decidí dar un paseo en solitario por sus calles y plazas, entré en la Catedral, gótico puro, y fui recorriendo su interior aterciopelado por una especie de penumbra que hacía más íntimo cuanto iba contemplando. Me detuve ante la imagen de la Virgen, en trono, tan espléndida y valiosa, presidiendo el altar lateral de la Eucaristía. Iba con sus gruesas llaves de hierro en la mano un hombre de la tierra que me trató amablemente. A la izquierda, pude saludar a la Inmaculada de Gregorio Hernández y a la derecha contemplé la imagen de El Bautista, del mismo escultor. Encaminado por el hombre de las llaves, me dirigí a Sancti Espiritu, donde observé en recogida oración a las monjas, y en el templo, los fieles, hombres y mujeres, adorando al Santísimo, inmediatamente antes de oír una Misa que iba a ser celebrada con rigor litúrgico.
En la calle corría un suave viento veraniego que alentaba a seguir dando pasos por aquel suelo de las calles pisado por peregrinos hacia Santiago. Santa Marta, estaba abierta antes de las ocho, y al lado el recuerdo de las Emparedadas y los huecos de las seis calaveras que en tiempos eran memoria de eternidad y muerte. Al lado, el ventanillo con rejas por el que se pasaba el alimento a aquellas mujeres.
Me detuve ante el barroco del Ayuntamiento, con sus escudos, uno de ellos el de la rama de roble propio de la ciudad, las dos torres separadas, las campanas, los maragatos, y al lado esa calle en la que se toca el campo y los altos de San Justo.
Me asomé a La Ergástula romana y en sus paredes de morillo con argamasa. Me daba la impresión de estar viviendo con aquellos hombres y mujeres que poblaron la ciudad hace más de dos milenios. Las excavaciones acristaladas, son otro testimonio que recibían mis sentidos, como un recuerdo de hombres vivos que habían realizado su existencia cotidiana de un modo parecido al nuestro.
Seguí mi camino hacia los jardines de Las Murallas, identificando por sus nombres cada una de sus flores, plantas y árboles. Asomado a uno de los salientes, fui contemplando los campos maragatos, con el Teleno al fondo. Astúrica Augusta parecía flotar, entre las tierras cultivadas, acariciada en su altura por esos aires del estío que la hacen reina de todas las estaciones. El árbol más grande aquellos jardines con dalias y rosas, es un castaño de indias, el más frondoso y verde que he visto, tanto que, desde lejos, creía ver otra clase de árbol, quizás un nogal.
Recuerdos de años pasados, impresiones que iban pasando a mi mente, juventud alegre en los jardines y los sonidos de la banda municipal en sus ensayos.
Astorga vive y al volver, nuevas excavaciones de monumentos romanos. Astúrica, espíritu, vida e historia, me hacían notar muchos recuerdos e impresiones, y me sentía un tanto orgulloso y casi como un hijo más de ella.
César Aller
Publicado en El Faro Astorgano en agosto de 1.997